
Por César Niño – El Espectador
Hace pocos días se publicó el Libro Blanco de la Seguridad de China, titulado “La Seguridad Nacional de China en la Nueva Era”. Se trata de un documento que expone los elementos definitorios de lo que el Estado chino entiende por seguridad, sus preocupaciones existenciales y su concepción de amenaza. Los libros blancos son, por naturaleza, manifiestos de supervivencia: reafirman compromisos internacionales, pero también identifican interferencias —reales o imaginadas— en su lugar en el orden mundial, tanto en el plano doméstico como en el global. Suelen delinear fronteras, exhibir capacidades estratégicas y tácticas, y enviar mensajes disuasivos a cualquier actor que pudiera subestimar sus intereses vitales. Además, estos documentos integran múltiples dimensiones de la seguridad en una narrativa que busca brindar certeza respecto a aquello que podría perturbar la estabilidad estatal o poner en riesgo la vida de sus ciudadanos. Ambas esferas —la del Estado y la del individuo— intentan, al menos en el plano retórico, converger en los márgenes de la libertad y los derechos humanos. Sobre esa base, los gobiernos justifican decisiones que, en la práctica, pueden tener implicaciones estratégicas.
En esta ocasión, el documento presentado por el gobierno de Xi Jinping insiste en que el concepto chino de seguridad es integral: abarca las dimensiones política, militar, ecológica, cultural, energética, espacial y —la más inquietante— ideológica. La ideologización de la doctrina de seguridad abre la puerta a arbitrariedades peligrosas, donde disentir equivale a amenazar, y toda disidencia se convierte en un objetivo estratégico del sistema político.
La preocupación se concreta cuando el Libro Blanco establece que la seguridad ideológica es una prioridad fundamental. Destaca la necesidad de salvaguardar la doctrina marxista y de mantener un férreo control sobre el discurso público y el ciberespacio. Esta postura revela una ansiedad estructural frente a las ‘fuerzas hostiles’ externas, que —según el documento— buscan socavar la estabilidad política y la unidad nacional. En otras palabras, toda expresión ajena a la ortodoxia ideológica es concebida como una amenaza y, por tanto, debe ser neutralizada. Esta columna, por el solo hecho de cuestionar el contenido del documento, sería —según esa lógica— materia de represión.
El texto equipara la seguridad del régimen con la seguridad de sus ciudadanos, y afirma que, si China está segura, el mundo también lo está. Esta afirmación está cargada de un sinocentrismo inquietante, que no propone una contrahegemonía, sino una hegemonía alternativa. En realidad, muchos de los “vectores de estabilidad” que el documento menciona representan, en términos internacionales, fuentes potenciales de inseguridad sistémica.
Beijing subraya como prioridad vital la represión del terrorismo. Sin embargo, el problema radica en que la definición china de “terrorismo” es tan laxa como funcional: incluye toda forma de oposición a la narrativa oficial. La cuestión del “Turquestán Oriental”, por ejemplo, es presentada como un enclave del terrorismo uigur, una reducción simplista que justifica prácticas represivas y de vigilancia masiva. Asimismo, el Libro Blanco reitera el compromiso con la “reunificación completa” del país, ampliando el alcance del principio de “una sola China”. Afirma que la reunificación con Taiwán será “pacífica”, aunque la ambigüedad semántica obliga a preguntarse qué entiende exactamente el gobierno chino por “paz” y “pacífico”.
El documento revela una tensión conceptual insoslayable: si todo es una cuestión de seguridad, entonces nada lo es. La hipertrofia del concepto lo vacía de sentido y convierte cada disidencia, cada diferencia cultural o política, en una amenaza existencial. Bajo ese prisma, el horizonte no es la estabilidad, sino el control total, y el control total, es una inseguridad general.
Cabe preguntarse si quienes dirigen la política exterior colombiana, antes de considerar la adhesión a la Nueva Ruta de la Seda, han leído el Libro Blanco de la Seguridad de China. Porque, en este caso, omitir la letra grande (no tanto la pequeña) puede tener implicaciones estratégicas considerables.
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