
Fuente: La Gaceta de la Iberosfera
Por Karina Mariani
Debido a la caída en desgracia de la maraña absurda de narrativas woke, sus cultores más encumbrados (AKA: el establishment) están reaccionando con virulencia. Esto explica la ola descarada de censura que sobrevuela los países libres, o que creíamos libres, cuyas élites buscan desesperadamente copiar a aquellos páramos donde la libertad de expresión es el mayor de los pecados.
Y así llegamos a Brasil, cuna y refugio del Socialismo del Siglo XXI, que ha terminado de caer en las más oscuras garras del totalitarismo con la condena a prisión de un comediante por hacer chistes. Que sea necesario explicar por qué esto es una aberración demuestra que el wokismo en retirada es más peligroso de lo que pensábamos y que quedan oscurísimas noches de abusos antes de que nos saquemos esta tragedia de encima.
Brasil ha sufrido esta semana ataques a los principios más básicos del Estado de Derecho, en un alarde de impunidad agravado por la indolencia mundial. A la persecución política y económica que el plenipotenciario juez Alexandre de Moraes ejerce sobre la oposición al gobierno y sobre cualquiera que se atreva a existir por fuera de los marcos establecidos por su reinado, el magistrado agregó la censura a la madre y al hijo menor de una parlamentaria, ordenando el bloqueo de sus perfiles en redes sociales, así como el contenido publicado por terceros en apoyo a la misma y el castigo incluso a quien le hubiera donado dinero vía Pix.
Al mismo tiempo, el Supremo Tribunal Federal (STF) presidido por Moraes, a través del Consejo Nacional de Justicia (CNJ) que por supuesto también maneja, decretó la jubilación obligatoria del juez Marcelo Bretas que tuvo un papel clave durante la Operación Lava Jato.
Y el Tribunal Superior Electoral (TSE) declaró inelegible a Luciano Hang por haber anunciado la apertura de una tienda de su empresa Havan cuatro días antes de las elecciones de 2024. Como parece ser moda en todo el mundo, crece la lista de ciudadanos a los que se les prohíbe postularse a un cargo público por ser de derecha.
Pero el caso que coronó la cadena de infamias fue la condena al humorista Léo Lins a ocho años de prisión por un show de stand-up realizado en YouTube en 2022. La juez Bárbara de Lima Iseppi, del tercer Tribunal Penal Federal de São Paulo, usó una de las primeras leyes sancionadas por el presidente Luiz Inácio Lula da Silva para agravar la pena contra el comediante. La Ley 14.532/2023 prevé penas de suspensión de derecho en caso de racismo practicado en el contexto de actividad deportiva o artística y penas para el racismo recreativo. Los cambios en la Ley del Racismo hacen que la pena máxima para bromas a «grupos minoritarios» sea mayor que las penas aplicadas a crímenes como hurto, receptación de bienes robados y secuestro. Pero a diferencia de lo que sucede en el caso de estos crímenes, el crimen de hacer chistes no prescribe. Y esto no es chiste.
Luego de la sentencia, Lins declaró que la misma consideraba que las personas eran incapaces de interpretar lo obvio; y agregó: «Aceptar esta sentencia es firmar un certificado de que somos adultos infantiles sin capacidad de discernir lo que está bien o mal y que necesitamos un Estado que nos diga de qué podemos reírnos, de qué podemos hablar e incluso qué podemos pensar«. Lins demostró que esta sentencia podría sentar un precedente para encarcelar a actores que interpretan a villanos, por ejemplo.
Es evidente que no se trata de episodios aislados, sino de armas utilizadas por el matrimonio Lula-STF que ha sostenido al condenado actual presidente brasileño en el poder, garantizado el imperio de su cuestionado partido, el PT, y avanzado con la agenda más autoritaria que ha padecido Brasil desde la última dictadura. Las leyes que viene sancionando el gobierno son una trampa jurídica a medida del PT, en donde el sentido de proporcionalidad ha sido arrastrado por el fango y donde los jueces acólitos complementan el cuadro de la arbitrariedad.
Por eso, además, Léo Lins fue condenado a pagar una multa equivalente a 1.170 salarios mínimos, y una indemnización de 300.000 reales por «daño moral colectivo». El show, que contaba con millones de vistas, fue suspendido de YouTube en agosto de 2023 por decisión judicial. Pero esto no ha logrado acallar al humorista que mantiene una audiencia multitudinaria en redes, con casi 3 millones de seguidores en Instagram, más de 2 millones en TikTok y 1,5 millones de suscriptores en su canal de YouTube y cientos de millones de vistas a lo largo de su carrera.
Y es que son las redes sociales, la internet libre y la comunicación no institucionalizada la piedra en el zapato de los totalitarios actuales. Esos que usan coartadas viles como las fake news o la «desinformación» (como si recién se hubieran inventado las mentiras, como si ellos no mintieran…) para controlar el debate público. Este afán represivo es incluso más amplio que el del terrible período de censura dictatorial brasileño de hace casi medio siglo, cuando el silenciamiento apuntaba a los medios. En aquel entonces no existían las redes ni el control digital sobre el movimiento y el patrimonio. Lo que el gobierno busca ahora es acallar a los millones de brasileños que se comunican e informan a través de las redes sociales, por eso las RRSS son la verdadera obsesión del régimen.
Quienes gobiernan hoy Brasil sostienen que internet es un espacio sin ley, pero lo cierto es que las redes sociales están sujetas al Marco Civil da Internet de 2014, que incorpora conceptos como la neutralidad de la red, limitación de responsabilidad para los intermediarios, libertad de expresión y garantías de privacidad de los usuarios de internet. Lo que le molesta al STF y a Lula es el artículo 19 de este Marco que dice que las plataformas sólo están legalmente obligadas a retirar publicaciones cuando una decisión judicial lo ordene. Lo que el Poder en Brasil está diciendo es que la retirada de contenidos de internet no puede ser sometida a sentencia judicial sino a su entero capricho. No quieren dejar el menor resquicio sin control.
Cuando tratamos de describir la enloquecida realidad actual, apelamos a novelas distópicas como 1984: «Make Orwell fiction again», rezan algunas prendas que satirizan la cuestión. Pero lo cierto es que una «distopía» no es una ficción ni algo alejado de la realidad. Lo que sí constituye una ficción es la «utopía» que describe una sociedad perfecta y, por lo tanto, algo imposible. Lo que entendemos como «progresismo» es, justamente, una utopía hacia un continuo progreso que demanda acabar con el libre albedrío dado que este se opone al sistema utópico soñado por los ingenieros sociales. Cuando las «utopías» fracasan (spoiler: siempre lo hacen) surge un autoritarismo donde las libertades se suprimen en aras de una nueva moral: y ahí aparecen las distopías, como la que vive Brasil.
Brasil se está convirtiendo en el manual de uso de la censura de la era digital, donde el contubernio del poder político y el judicial se preparan para poner en vigor el sistema de censura más extenso, pervertido y violento por su alcance y universalidad. Lula, en su eterna excitación por los dictadores del globo, ha demostrado estar decidido a emular a Xi Jinping en la regulación de las redes sociales.
Y en su demencial avance ha criminalizado el humor. Porque el humor no respeta sus límites, porque no se toma en serio nada, ni la solemnidad de los hipócritas, ni la soberbia de los ofendidos, ni la insignificancia humana, ni las amenazas de los tiranos. Porque el humor, aún el más incómodo, de peor gusto, el más deplorable es indisociable de la libertad y una forma legítima de manifestación cultural. Por eso, cuando se criminaliza a los humoristas se abre la puerta a todas las persecución posibles: religiosos, periodistas, artistas o maestros. Porque criminalizar el humor es, exclusivamente, prerrogativa de dictaduras.
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