
Por Roderick Navarro – Panampost.com
En los regímenes autoritarios, la censura no es un error: es el primer ladrillo de una maquinaria diseñada para aplastar la disidencia. Donde hay censura, hay persecución. Donde hay persecución, hay tortura. Los tiranos, obsesionados con perpetuarse en el poder, no se conforman con ocupar el trono: se creen dioses. Se proclaman justos, infalibles, la voz del pueblo. Pero para sostener esa fantasía divina, deben silenciar a quienes gritan la verdad: que el rey está desnudo.
La censura necesita ejecutores. En Brasil, ese rol ha sido asumido, con preocupante frecuencia, por jueces y autoridades que se arrogan el poder de decidir qué es verdad y qué es mentira, qué está permitido y qué representa una amenaza. Las instituciones, que deberían proteger a los ciudadanos, se convierten en garrotes al servicio del poder. Un ejemplo reciente es la orden del Supremo Tribunal Federal (STF) de enero de 2025, que bloqueó las redes sociales de la Revista Timeline —fundada por los periodistas Luís Ernesto Lacombe y Allan dos Santos— sin una explicación pública clara. Las cuentas de la revista en X, Instagram y YouTube fueron eliminadas. Lacombe denunció el hecho como un atentado contra la democracia: “¿Por qué? No lo informaron. Qué hermosa democracia tenemos…”.
Otro caso alarmante fue la destitución de la diputada federal Carla Zambelli, en ese mismo mes, por parte del Tribunal Regional Electoral de São Paulo, tras haber cuestionado el sistema electoral. Más de 946.000 votos fueron anulados. El senador Jorge Seiff calificó la medida como una “persecución clara, obvia y absurda” contra la derecha. No se trata de hechos aislados: el exilio del periodista Oswaldo Eustáquio, perseguido por denunciar abusos de poder, y el cierre de X en Brasil en 2024 por orden judicial —bajo la acusación de propagar “desinformación”— son síntomas de una censura que ya no sorprende: se normaliza.
Al principio, silenciar a unos pocos basta para intimidar a muchos. Pero en sociedades donde aún hay quienes se atreven a hablar, la censura selectiva se vuelve insuficiente. Entonces, el régimen escala: no calla a algunos, sino a todos. En Brasil, voces de la resistencia han denunciado esta deriva autoritaria, pero los tiranos poseen un arma aún más eficaz que la censura: la economía. Como advirtió el economista Roberto Campos, defensor del liberalismo y crítico feroz del autoritarismo: “La libertad muere cuando el Estado controla los medios de producción y las mentes”. Campos, quien luchó contra la burocracia y el intervencionismo, alertó sobre el peligro de un Estado que asfixia la libertad económica para someter a la sociedad.
Y eso es lo que hoy vemos: aumento del gasto público, impuestos asfixiantes, devaluación de la moneda y trabas crecientes a la iniciativa privada. Cuando las necesidades básicas —comida, vivienda, seguridad— están en juego, la libertad de expresión se vuelve un lujo. El ciudadano, abrumado por la supervivencia diaria, olvida al disidente encarcelado.
La censura, sin embargo, no es el fin, sino el medio. Es la antesala de la violencia cruel y feroz. Una vez desmovilizada la oposición, el régimen avanza hacia la persecución masiva: un preso político torturado, un líder exiliado, una familia encarcelada por las ideas de un disidente… En Brasil, la normalización de estas prácticas es una amenaza real. El World Justice Project ubicó al país, en 2025, en el puesto 80 de 142 naciones en cuanto a imparcialidad judicial, solo por delante de Venezuela. Cuando la justicia se politiza, la censura no es una herramienta de “protección institucional”, es un arma contra los opositores.
Esta estrategia, heredera de las peores tradiciones leninistas, solo puede ser derrotada con la fuerza del pueblo organizado. Una ciudadanía activa, dispuesta a respaldar a líderes valientes, puede frenar la tiranía. Pero si la censura avanza, la economía colapsa y la resistencia se fragmenta, el futuro será sombrío. Los líderes opositores acabarán reducidos a migajas de poder, o peor aún, en la cárcel o el exilio.
Brasil está en una encrucijada. La censura no es solo un ataque contra la prensa o los políticos de oposición: es un ataque contra toda la sociedad. Las fuerzas políticas —desde los partidos hasta los movimientos ciudadanos— no pueden quedarse de brazos cruzados o ver al pueblo degradarse mientras llegan a “acuerdos”. A los tiranos les gusta escribir los desenlaces de las historias. Solo esperemos que esta vez no lo hagan con la sangre de los brasileños.
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