Fuente: Libre Albedrío

En una Argentina atravesada por una crisis económica crónica, con cifras alarmantes de pobreza infantil y un Estado que no logra cubrir siquiera las necesidades básicas de gran parte de la población, el financiamiento estatal del arte y la cultura se vuelve un privilegio cuestionable. No se trata de negar la importancia del arte en la sociedad, sino de poner en discusión prioridades urgentes: ¿puede un país que no alimenta a todos sus niños permitirse sostener con dinero público la carrera de artistas, obras de teatro vacías o películas que casi nadie ve?

Según cifras oficiales y estudios independientes, más del 50% de los niños en Argentina vive en situación de pobreza. Muchos de ellos sufren desnutrición, abandono escolar y condiciones de vida indignas. En ese contexto, cada peso que el Estado gasta —o malgasta— en subsidios culturales podría ser mejor dirigido a comedores comunitarios, infraestructura escolar o planes de salud pública.

El argumento habitual en defensa de estos subsidios es que la cultura es un derecho, que el arte es parte de la identidad nacional, y que sin apoyo estatal, los artistas no podrían crear. Pero hay que preguntarse: ¿por qué el artista merece un trato distinto al médico que trabaja a destajo en un hospital sin insumos, al docente que educa en condiciones precarias o al emprendedor que intenta salir adelante sin ninguna ayuda estatal? En un país con hambre, no hay derechos culturales sin derechos básicos garantizados.

Además, el financiamiento estatal del arte ha servido muchas veces para sostener estructuras clientelares, favorecer a grupos ideológicos afines al poder de turno y justificar gastos ineficientes. No son pocos los casos de películas subsidiadas con millones de pesos que no llegan ni a mil espectadores, o festivales que son una excusa para que unos pocos vivan del erario público mientras la mayoría apenas subsiste. El arte, cuando se vuelve una dependencia del Estado, deja de ser un acto libre y se convierte en una herramienta más del relato oficial.

En países con economías sanas y necesidades básicas satisfechas, el mecenazgo cultural es una política posible y valiosa. Pero en la Argentina de hoy, con deuda, e inflación y más de la mitad de la población infantil en la pobreza, el arte financiado por el Estado es una excentricidad moralmente insostenible.

No se trata de eliminar la cultura, sino de hacerla responsable. El artista argentino, como cualquier trabajador, debe encontrar en el esfuerzo propio, en el mercado o en la colaboración privada, los medios para producir. Si su obra tiene valor, encontrará público, patrocinio o difusión. Pero no debe esperar que un Estado que no puede garantizar la leche a un niño le pague su proyecto artístico.

La cultura no muere sin subsidios. Muere cuando se vuelve parasitaria, elitista y desconectada de la realidad social que dice representar. Si queremos una Argentina más justa, empecemos por poner las prioridades en su lugar: primero, los chicos con hambre; después, el arte.

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