Fuente: El Buen Camino – Ganjing World
A veces el reclamo suena así:
“Mamá, me dijo que no era su amigo.”
“Papá, no me quiso prestar el juguete.”
“Profe, él empezó primero.”
Y otras veces… no suena. Pero se queda adentro. Como un nudo en el pecho. Como una espinita que los chicos —y también los grandes— no saben cómo sacar.
Enseñar a perdonar es enseñar a soltar. Y eso no es poca cosa en un mundo que empuja a devolver golpe por golpe. Hoy parece más fácil ofenderse que perdonar, y más normal quedarse con la bronca que aprender a dejarla ir.
Pero la realidad es que, si no enseñamos desde chicos a soltar lo que lastima, crecerán creyendo que el rencor es una forma de justicia. Y nada más lejos de eso: el rencor no repara. Solo pesa.
Perdonar no es hacer de cuenta que no dolió, ni barrer lo que pasó debajo de la alfombra. Es reconocer la herida sin dejar que nos domine. Es decir: “Sí, me lastimó… pero elijo no cargar con esto para siempre.”
Es soltar para no vivir atrapado. Porque lo fácil es devolver el golpe. Lo difícil —y verdaderamente valiente— es que el dolor no nos endurezca el corazón.
Un niño que aprende a perdonar, aprende que su paz no depende de que el otro cambie, sino de cómo él decide mirar lo que vivió.
Claro que cuesta. A veces como padres también nos cuesta. Pero enseñar a nuestros hijos a perdonar empieza por lo cotidiano: no guardarse las cosas, pedir perdón cuando uno se equivoca, no usar el error ajeno como arma, ni la bronca como escudo. Y sobre todo, ser ejemplo: pedir perdón también como padres, mostrar que soltar no es debilidad, sino sabiduría.
Imagina que tu hijo llega a casa molesto porque un amigo no quiso compartir su juguete. En lugar de dejar que la bronca crezca, puedes decirle con calma:
— “¿Qué te parece si intentamos entender por qué se enojó él también? ¿Y si pensamos cómo podemos resolverlo sin pelear?”
Así, le enseñas a mirar más allá del golpe inicial y a buscar soluciones sin rencores.
Si un hijo viene herido, lo primero no debería ser buscar culpables, sino aprender a mirarse a sí mismo. Podemos preguntarle con suavidad:
“¿Vos creés que hiciste algo que pudo molestar al otro?”
“¿Te parece que podrías haberlo manejado de otra manera?”
“¿Te ayuda seguir enojado… o preferís soltarlo y seguir tranquilo?”
Es una oportunidad para enseñarles que antes de quedarse atrapados en el enojo, es mejor revisar el propio corazón. Porque perdonar no empieza con el otro: empieza con uno mismo.
Estas charlas no tienen que parecer sermones. Son como pequeñas semillas: a veces caen en tierra seca, otras en tierra fértil. Puede que tu hijo no quiera escuchar en el momento —quizás te corte con un “ya está” o se encierre en su cuarto—, pero igual escuchó. Algo queda. Siempre queda.
Tal vez no lo entiendan hoy, tal vez no te lo agradezcan mañana. Pero un día —cuando les toque elegir entre guardar la espina o liberar el alma— recordarán esa semilla que plantaste.
Y cuando llegue ese momento, quizás sin darte cuenta… elegirán soltar.
Al final, perdonar es un regalo que nos damos a nosotros mismos. Porque aferrarse al enojo es como cargar una mochila llena de piedras: ¿quién sufre más? ¿El que la puso o el que la lleva? Educar en el arte de soltar es darles a nuestros hijos la libertad de vivir con el corazón ligero.