Fuente: Infocatolica
Noemi Padilla llegó a Florida en 2001 sin imaginar que acabaría trabajando en un centro de abortos. Dieciséis años después, el recuerdo de un latido y la muerte innecesaria de un bebé la empujaron a salir de ese mundo. Hoy dedica su vida a acompañar a mujeres y ex trabajadores del sector en el camino de la sanación
Noemi Padilla no había planeado que su vida diera un giro tan brusco aquel día de 2001. Acababa de terminar una agotadora jornada de 12 horas en el turno de noche de la cárcel del condado y el pensamiento de otro largo trayecto en autobús la irritaba profundamente.
«Me bajé del autobús y, sin pensarlo demasiado, entré en una clínica de abortos cercana a mi apartamento para preguntar si necesitaban personal», recuerda hoy.
La respuesta fue inmediata: la directora ejecutiva la entrevistó en el acto, la presentó al médico de la clínica y, veinte minutos después, Padilla tenía un contrato sobre la mesa con un bono de 500 dólares si comenzaba ese mismo día. La oferta era difícil de rechazar: un trabajo bien remunerado, a cinco minutos a pie de su casa y con incentivos que pronto descubriría.
La cultura del soborno
«Ese primer día, mientras atendía a las pacientes en la sala de recuperación, me di cuenta de cómo funcionaba todo: si veíamos a 12 pacientes, nos daban pizza o bocadillos; si llegábamos a 24, el “premio” era comida china o jamaicana», relata. «Incluso el médico, al ver mi viejo teléfono, decidió que no era adecuado para la enfermera principal de la clínica y me consiguió uno nuevo. Pensé: ‘Menuda jornada tan productiva: nuevo trabajo, buena paga, comida gratis, teléfono nuevo y un bono de bienvenida’».
Padilla se convenció de que estaba allí para ayudar. «Yo misma aborté a los 17 años. Pensaba que estaba empoderando a las mujeres y dándoles opciones para una vida mejor», explica. En aquel momento no era consciente de «las atrocidades que ocurrían a puerta cerrada». Según ella, «pro-choice» no significaba otra cosa que «pro-aborto»: la única opción que se ofrecía a las mujeres era poner fin a su embarazo, en ocasiones incluso bajo presión.
La caída del muro
Pocas semanas después, la directora del centro sufrió un accidente y se le ofreció a Padilla ocupar el puesto. Al principio se negó, pero la promesa de un aumento salarial la hizo aceptar. «Pensé que, desde la dirección, podría hacer cambios, mejorar la seguridad y convertir la clínica en un verdadero centro médico», recuerda. La realidad fue bien distinta: todos sus intentos por imponer normas básicas de higiene y conducta fueron rechazados.
«Algunos empleados venían a trabajar bajo los efectos de las drogas o el alcohol. Yo intenté prohibirlo, pero encontré resistencia y enfado. Algunos dimitieron y tuve que contratar sustitutos: jóvenes recién salidas de la escuela, con malas notas y desesperadas por trabajar. Eran las únicas dispuestas a aceptar cualquier condición».
Cada día, al llegar a la clínica, Padilla veía un pequeño grupo de personas rezando en la acera. Una mujer en particular la saludaba siempre con una sonrisa que, poco a poco, «fue desgastando el muro» que ella había construido. «Fue una de las primeras personas a las que llamé cuando dejé mi trabajo», admite con emoción.
El latido que lo cambió todo
Un suceso en particular la marcó para siempre. Una joven embarazada de 24 semanas, que acudía a la clínica para realizarse ecografías debido a problemas con su seguro médico, pidió escuchar el latido de su bebé. Padilla accedió, pese a no estar formada para ello. «Escuché ese latido… y no pude olvidarlo nunca más», confiesa. Con el tiempo, desarrolló un vínculo con la joven, que incluso la invitó a su baby shower.
Semanas después, recibió una llamada de un hospital que remitía a esa misma paciente para un aborto por una supuesta anomalía fetal incompatible con la vida. «Mi instinto me decía que no estaba bien, pero el procedimiento era muy lucrativo y ayudaría a cumplir el cupo. Cuando me negué, el propietario y el médico me dijeron que lo harían con o sin mí. Me quedé… y le sostuve la mano durante los tres días que duró el procedimiento», recuerda con voz temblorosa.
Una semana más tarde llegaron los registros médicos. No había ninguna anomalía. «Como enfermera no puedo asegurar que la madre y el bebé habrían sobrevivido al parto, pero sí sé que ese bebé no tenía que morir en nuestras manos, en mis manos».
El camino hacia la libertad
Aquel día, Padilla decidió que necesitaba un plan de salida. Tardó dos años en lograr que todas las empleadas que ella misma había contratado abandonaran también la clínica. Finalmente, en 2017, dejó su puesto y llamó a la organización provida And Then There Were None (ATTWN). «Me dijeron que llevaban años rezando por mí», recuerda.
Desde entonces, su vida ha cambiado radicalmente. Padilla trabaja en Oasis Pregnancy Care Center, un centro de atención a mujeres embarazadas, y es enlace entre ex trabajadores de clínicas abortistas y ATTWN.
«He podido sentarme cara a cara con mujeres cuyos hijos aborté y pedirles perdón. Lloramos juntas, sanamos un poco y nos abrazamos. Si eso no es obra de Dios, ¿qué lo es?»
Un nuevo comienzo
Hoy, Padilla afirma que su fe la sostiene. «Soy hija del Altísimo y Él me ama. Ya no tengo secretos. Estoy rodeada de una tribu que me quiere incondicionalmente. ¿Qué más podría pedir alguien como yo?»