Fuente: El Buen Camino en GJW
«Yo quiero que mi hijo me tenga confianza, no que me tenga miedo.»
La frase, dicha con ternura, podría parecer inofensiva. Pero detrás de esa aparente modernidad se esconde una de las mayores crisis silenciosas en la educación del siglo XXI: la pérdida del adulto como referente.
Y es que, mientras muchos padres y docentes intentan ganarse el afecto de los niños desde la igualdad, los chicos claman —aunque no lo digan— por adultos que los guíen con amor, firmeza y coherencia.
¿Quién está criando a nuestros hijos?

TikTok, YouTube, la música, los influencers. En un mundo donde los chicos tienen acceso ilimitado a modelos ajenos a la familia y la escuela, la pregunta ya no es si los educamos nosotros o no.
La pregunta es: ¿quién está ocupando el lugar que dejamos vacante?
Porque cuando el adulto se retira de su lugar —cuando se pone en el mismo nivel, cuando busca agradar en lugar de formar—, lo que queda no es libertad, sino desorientación. Y allí, en ese vacío, es donde entran otras voces, otros valores, otras guías.
Educar no es agradar. Es conducir.
Un faro no se agacha para estar al nivel de los barcos; brilla desde lo alto, firme, porque sabe que su función no es acompañar, sino orientar. La autoridad amorosa parte de esa imagen: somos guía, no igual.
Somos refugio, no espejo. Y eso es exactamente lo que los niños necesitan.
El adulto que busca complacer en todo, que teme decir «no» para no parecer duro, que deja pasar lo importante para evitar un conflicto, no está educando: está cediendo.
Y allí es donde el niño pierde un pilar esencial.
Porque la confianza no se construye con complicidad, sino con presencia, palabra firme y límites claros.
Y no se trata de imponer por la fuerza, ni de encerrar la infancia en rigidez. Se trata de ocupar con claridad el lugar que nos corresponde: el de quien conoce el camino, y lo señala sin titubear.
Los niños descansan cuando hay firmeza
Decir “no” no rompe el vínculo. Decir “no” con respeto y con razones forma el carácter.
Los chicos pueden protestar en el momento, pero sienten alivio cuando perciben que el adulto sabe lo que hace, que hay orden, que hay rumbo.
La autoridad firme y presente no aplasta, no grita ni domina. Pero tampoco se borra. Está. Guía. Enseña. Sostiene. Y eso da seguridad.
Los niños no necesitan una versión adolescente de sus padres, ni un docente que intente caerles bien. Necesitan adultos con firmeza interior, con una brújula clara, que no teman decir “no”, que enseñen con el ejemplo y que permanezcan de pie cuando todo a su alrededor parece confundido.
Porque en un mundo lleno de voces contradictorias, la autoridad firme y presente es el faro que señala el camino. Y los niños, aunque no lo digan, lo están esperando.