Fuente: La Gaceta
Por Karina Mariani
«Heav’n has no Rage, like Love to Hatred turn’d, Nor Hell a Fury, like a Woman scorn’d.»
(No tiene el Cielo ira como el amor convertido en odio,
ni el Infierno furia como la de una mujer despreciada)
William Congreve, The Mourning Bride (1697)
Hace un par de días, dos mujeres de la organización Futuro Vegetal (una sucursal de la terrorista Extinction Rebellion) trataron de romper el cristal de un Burger King con unos martillitos. Protestaban porque «Burger King es cómplice de la Crisis Climática, la precariedad y la colonización«. Ninguna pudo romper más que la paciencia, pero lo llamativo es que no parecieron tener conciencia ni del ridículo viral que estaban haciendo, ni de lo inconexo de su pregón, ni del fracaso de la acción.
Un estado de imbecilidad similar se vio recientemente en la Fiesta Mayor de Sants, cuando dos señoras hicieron alarde del estilo pregón-denuncia y desde lo alto bramaron por la «enorme crisis de vivienda» y a continuación exigieron «Que el Estado genocida de Israel no quede impune, estamos hartas«. Si la relación entre ambas proclamas parece un desvarío, mucho más lo fue el berrinche de gritos que les dio a ambas mujeres, que parecían posesas de un espíritu que a su vez hubiera tragado un puercoespín incandescente.
Esa pasión por ser inmortalizadas gritando como descerebradas tiene su momento fundacional en la señora de chaleco amarillo que gritaba «NOOOOOO» durante la toma de posesión de la primera presidencia de Trump, imagen que se convirtió en el meme más famoso y humillante de la historia.
Pero los ejemplos son infinitos. Cada tanto, un grupo de señoras a las que los dioses les han negado toda capacidad para la danza y el canto, se exponen en algún espacio público para hacer alguna coreografía grupal destinada a acabar con el mal en la Tierra. Pueden «bailar» contra el patriarcado, la cría de salmones o la existencia de Israel. Todo les da más o menos igual.
Lo mismo ocurre con las señoritas que en Instagram o TikTok lagrimean a una cámara que prolijamente encuadran, no sabemos si antes o durante el momento en el que las asalta una crisis de llanto furiosa por alguna causa medioambiental, social o geopolítica. Muchos de estos ataques filmados y subidos a las redes sociales ocurren en automóviles, a menudo se las ve gritando al panel del vehículo, en franco desafío a la capacidad de tensión de las cuerdas vocales humanas.
Las causas desafían a la imaginación más febril, pero las protagonistas son, en abrumadora mayoría, mujeres progresistas occidentales jóvenes. Un caso de laboratorio lo constituyen las señoras del colectivo Almas Veganas que se hicieron famosas por defender los derechos de «las gallinas violadas«. Aseguraban que los granjeros (varones, claro) forzaban a las gallinas a poner huevos cosa que les generaba descalcificación, prolapso, pérdida de dientes e incluso la muerte (sic). Y sostenían que «Utilizar animales es una actitud fascista porque los animales tienen los mismos derechos que ‘nosotres’. Detrás de la industria del huevo hay mucha tortura y asesinato«.
Ya sea por la virginidad de las gallinas, el mercado de la vivienda, el comercio triangular de esclavos del siglo XVII, el cambio climático, Black Lives Matter, la producción industrial de palmitos, el MeToo o la elección de Trump; lo cierto es que la sobrerrepresentación de mujeres es una constante en el activismo ‘woke’. Actualmente, la causa de moda es «Freepalestine» y cuando estallaron las ocupaciones en los campus de EEUU a favor de Hezbolá y Hamas, esa sobrerrepresentación se hizo palpable. Por ejemplo, durante la ocupación violenta de la Biblioteca de Butler, por culpa de la cual casi un millar de estudiantes se vieron obligados a abandonar el recinto, las autoridades detuvieron a 78 violentos activistas, que además de los destrozos y del maltrato a alumnos, atacaron a los policías, dejando a dos gravemente heridos. De los detenidos, 60 eran mujeres y 18 hombres.
El desplazamiento de las mujeres hacia la izquierda identitaria extrema es un fenómeno global. Los datos de Gallup muestran que, tras décadas en las que ambos sexos se distribuían por igual entre las visiones del mundo de izquierda y derecha, las mujeres de entre 18 y 30 años son ahora 30% más de izquierda que sus coetáneos masculinos. Esa brecha tardó sólo seis años en aparecer y el movimiento #MeToo fue un detonante clave. Si bien es posible pensar que el declive de ciertos aspectos del wokismo podría dar la pauta de que este desequilibrio es pasajero, lo cierto es que las brechas ideológicas no hacen más que crecer, y los datos muestran que las experiencias políticas formativas son difíciles de superar.
Un estudio de 2020 sobre el grupo Extinction Rebellion lo describió como un movimiento altamente feminizado. Diversas encuestas muestran que la asistencia a las manifestaciones izquierdistas en todo el mundo supera el 60%, y movimientos como Black Lives Matter también han sido impulsados por mujeres.
Es con el auge de la ideología woke, hacia la primera década de este siglo, que las chicas de la Generación Z comenzaron a inclinarse hacia las versiones más radicalizadas de la nueva izquierda. La mayoría de los jóvenes en las instituciones universitarias, colonizadas casi en su totalidad por el wokismo, son mujeres, y esto parece haberlas afectado; evidenciándose una mayor susceptibilidad al extremismo ideológico, popularizado en un estereotipo fácilmente distinguible, que exhibe un comportamiento demandante, irracional, arrogante y caprichoso, especialmente en espacios públicos. Este fenómeno se ha visto amplificado por las redes sociales, que permiten compartir rápidamente dichos comportamientos, naturalizándolos. Pero ¿dónde aprendieron a actuar así?
Es necesario prestar atención a los dispositivos formativos culturales (sistema educativo-sistema cultural) que fueron la fuente primigenia legitimadora de las nuevas nociones de identidad, fragilidad y trauma, afirmando cada vez más que cualquier cosa que implique una frustración o un contratiempo es violencia estructural que debe ser combatida por y para los colectivos oprimidos.
Esta forma de pensar se coló en nuevos protocolos de socialización dando paso a la cultura de la cancelación de principios de la década de 2010 que pocos años después se transformó en censura y coacción. A la Generación Z, la institucionalidad occidental la crió bajo premisas progresistas básicas: que su subjetividad puede crear realidad, que el mundo se dividía entre opresores y oprimidos, que sus emociones eran más importantes que cualquier otra variable o regla, que su tradición cultural era victimizante y producto de un privilegio.
En etapas formativas, la radicalización suele ser común. Históricamente, las causas ideológicas simplonas y dialectizantes obtienen adeptos adolescentes que con el correr del tiempo descartan estas visiones, conforme se gana en experiencia y conocimiento. Pero en el mientras tanto, estas causas radicales distorsionan la visión del mundo, y si esto se extiende en el tiempo y en intensidad, perjudican las relaciones sociales y eventualmente la salud mental.
Claro que no toda participación política es sinónimo de radicalización, pero la participación política del espectro woke se ha vuelto radical y en consecuencia se radicalizaron sus activistas. Es táctica popular entre los manifestantes ‘woke’ la vandalización de estatuas, edificios públicos, comercios u obras de arte. También las tomas de universidades, los cortes de rutas, el hostigamiento y los ya citados ataques de alaridos y otros berrinches. Con los años, esto ha virado a los ataques violentos directos que la práctica y el entumecimiento social han legitimado.
El año pasado en Australia, una pareja recibió una fotografía de su hijo de cinco años con la amenaza: «Sé dónde vives«. Esta amenaza fue sólo una de las esparcidas gracias a una campaña generalizada contra artistas judíos que fueron víctimas de un doxing realizado por las influencers-activistas Elsa Tuet-Rosenberg, Clementine Ford y Randa Abdel-Fattah que elaboraron un listado con información confidencial de cientos de judíos con el objetivo de animar a sus seguidores a atacarlos.
Estas mujeres, fieles exponentes de la juventud femenina woke, esparcieron consignas como que no hay que «dejar que estos malditos sionistas conozcan la maldita paz» o «Israel no es más que un proyecto colonial blanco, atroz y sanguinario, operado por una banda organizada de racistas y ladrones insaciables» o «Todo el poder a Yemen en su resistencia al horror imperialista«. Estas mujeres, en su condición de activistas progresistas, reciben premios y dinero del Estado para realizar cursos de formación antirracista en escuelas primarias. Se trata de activistas que ahora mismo están formando niños y adolescentes en su cosmovisión violenta y de autojustificación terrorista.
La trayectoria de Greta Thunberg ilustra este patrón que comienza con una niña con serios problemas psicológicos, incapaz de concurrir normalmente a la escuela, que fue utilizada y aupada por el progresismo mundial para exigir acciones relativas a la política de la alarma climática y hoy lidera acciones de apoyo a la yihad global. Thunberg es ahora una industria de canalización de fondos de instituciones filantrópicas que explotan su figura independientemente de la causa que abrace.
En estos años, el comportamiento radical de las mujeres jóvenes se fomentó activamente mediante leyes supremacistas, plataformas y políticas públicas y una especie de condescendencia mundial que le dijo a las niñas occidentales que recibirían apoyo y privilegios si aceptaban su condición de víctimas estructurales, lo que creó un ciclo de retroalimentación interseccional. Actualmente el mundo enfrenta una alarmante epidemia de enfermedades mentales en adolescentes y la coerción social afecta de forma significativa a las mujeres jóvenes de todo el planeta.
En la Teoría de los Fundamentos Morales, desarrollada por el psicólogo social Jonathan Haidt se sostiene que el razonamiento moral humano se construye sobre un conjunto de fundamentos intuitivos: Lealtad, Autoridad, Cuidado, Justicia y Pureza. En estudios como Sex differences in moral judgements across 67 countries se demuestra que las mujeres tienen puntuaciones más altas en Cuidado, Justicia y Pureza, consistentes con la sensibilidad al sufrimiento ajeno, la injusticia y absolutismo moral.
Una investigación de 2022 reveló que la depresión había aumentado entre las estudiantes ‘woke’ de secundaria en la última década y media, mucho más que entre las que tenían otras ideas políticas. La nueva evidencia se mantiene en consonancia con investigaciones previas respecto de que las jóvenes izquierdistas son especialmente propensas a reportar problemas de angustia, depresión, etc. Esto también se refleja en los datos de Pew de 2020. Aparentemente, la idea de adoctrinar a los jóvenes en una visión determinista y negativa del mundo ha afectado gravemente la salud emocional de las jóvenes, sobre todo en aquellas que sólo pueden ver el mundo como un sistema estanco de opresores y oprimidos en el que, además, se juega la culpa por un privilegio sistémico que sólo puede ser derribado violentamente.
Hemos llegado al punto en que los disparatados argumentos de TikTok son ahora posiciones predominantes en el marco de pensamiento de quienes buscan causas que apoyar, para poder conectar con su lucha por el Cuidado, la Justicia y la Pureza. Cuando predominan con mayor intensidad las emociones negativas; el aislamiento, la frustración, el resentimiento y la autojustificación crecen.
Cuenta Jonathan Haidt que en 2014 su socio Greg Lukianoff comenzó a encontrar numerosos casos en los que los estudiantes presionaban para prohibir oradores y frenar la libertad de expresión, considerando que las palabras y las ideas podían hacerles daño. Ambos autores ya en ese entonces reconocían «distorsiones cognitivas» propias de los trastornos mentales tales como el catastrofismo, el pensamiento binario o el razonamiento emocional.
Lukianoff planteó la hipótesis de que si se fomenta el uso de distorsiones cognitivas, en lugar de enseñar a los estudiantes habilidades de pensamiento crítico podría causarles depresión. En agosto de 2015 apareció el magnífico ensayo: La mimada mente estadounidense que describía en gran parte el fenómeno. Desde entonces la situación no ha hecho más que empeorar. No debería sorprender, entonces, que en círculos sociales ‘woke’, las chicas fueran el primer grupo en sufrir un importante deterioro de la salud mental. Como señala Haidt, las chicas de la Generación Z han sido socializadas en línea en una cultura basada en la hipervigilancia hacia el daño, acompañada de demandas de absolutismo moral y pureza.
El auge de la ideología woke puede estar en retroceso, pero sus años de reinado han producido un daño cuyas dimensiones recién estamos estudiando. El fenómeno no es meramente político, sino profundamente humano dadas las consecuencias de esta socialización que privilegia la indignación performativa y justifica la violencia política. La pregunta es cómo recuperar la capacidad de ver matices, tolerar ambigüedad y superar la perpetua victimización. La respuesta determinará no solo el futuro del activismo, sino de la salud mental de gran parte de Occidente.