Por Marcelo Duclos – Panampost.com
Aunque desde la planificación central se haya buscado intervenir en el idioma con finalidades políticas, con el pretexto de fomentar «inclusión», lo que conocemos como «lenguaje inclusivo» fue un fracaso total. No solamente las grandes mayorías nunca lo aceptaron —ni se pusieron a hablar con la «e»— sino que se generó un rechazo a la idea y a sus promotores.
De a poco, luego que la izquierda y el pseudoprogresismo haya insistido en esto con absurdos argumentos, los gobiernos comienzan a «prohibirla» en las currículas educativas y dependencias oficiales. Algunos por posiciones contrarias al populismo, pero otras por la evidencia empírica indiscutible de que nadie quiere decir «compañeres» o «seres humanxs».
Como advertimos ya en varias columnas, el lenguaje tiene la finalidad de la comunicación. Su formación fue de generación espontánea y solamente después de que las sociedades se dan sus idiomas, aparecen las entidades como la Real Academia Española para sentar ciertos estándares. Pero la generación idiomática comunicacional es descentralizada, libre y utilitaria. Las palabras se «inventan», se usan y entran en desuso por la finalidad comunicativa, sin que nadie lo diseñe caprichosamente. Mucho menos con argumentos morales berretas.
El lenguaje tiene hasta su «economía» (economía del lenguaje o economía lingüística) y su asignación más óptima de recursos en base a la natural tendencia de la minimización del esfuerzo en términos generales. Por eso si se hace referencia a «los presentes», hablamos de todos los que están utilizando una sola palabra, mientras que los caprichosos inclusivos caen en el ridículo diciendo cosas como «bienvenidos a todos y a todas», como hacía Cristina Kirchner. Los más ortodoxos, en lugar de utilizar dos palabras y recurren al «bienvenides» al menos prestan un servicio a la comunidad, ya que le dejan saber a sus interlocutores, de forma rápida y sencilla, que esa persona no vale la pena y mejor tenerla lejos.
Hay poco de novedoso en todo esto. Sin embargo, en los últimos tiempos, sí ha florecido espontáneamente un recurso comunicacional vinculado con el «lenguaje» y su objetivo, que el artificialmente impuesto «lenguaje inclusivo». Se trata de un recurso con la finalidad primaria del lenguaje: la comunicación exitosa. Curiosamente, esto apareció, no por la necesidad de inventar palabras para describir nuevas cosas, sino para sortear las sanciones de las redes sociales, en su época más oscura de persecución de lo políticamente correcto.
Antes de que Elon Musk adquiera Twitter (para rebautizarlo como X) y en la época previa de Facebook (cuando todavía Mark Zuckerberg no simpatizaba con Donald Trump, sino con el Partido Demócrata), cualquier frase o palabra medianamente polémica podía ser garantía de un castigo. De mínima, un posteo borrado, de media un bloqueo en la cuenta temporal o de máxima, la pérdida definitiva del usuario como castigo.
En teoría, estas medidas tenían la finalidad de mantener un «clima sano» en el debate de las redes, pero la cuestión fue cada vez más intensa y los usuarios perdieron la posibilidad de expresarse como deseaban. Aún si querían hacer un comentario absolutamente normal, pero con los problemas inherentes a una frase que podía incluir la palabra «matar», por ejemplo.
Evidentemente, los planificadores centrales (o censores) consideraron que la palabra «matar» podía servir para amenazar a alguien. El problema es que por ahí un usuario estaba comentando una noticia periodística, y eventualmente la utilización en cuestión podía ser problemática. Nadie sabe quién fue el primero, como sucedió, pero en algún momento (seguramente el lector se habrá encontrado con esto en algún posteo) las personas comenzaron a utilizar el término «batar» para hacer referencia a la palabra riesgosa.
Aunque Musk cambió las normativas «de seguridad» de X, en la terminología tuitera, «batar» comenzó a reemplazar a la palabra «matar». Como dijimos, muchas de estas situaciones tuvieron lugar a la hora de comentar hechos trágicos que salieron de las noticias. No necesariamente por parte de usuarios desequilibrados amenazando a nadie. Cuando tuvo lugar el fatídico triple crimen de las jóvenes bonaerenses a manos de los narcos, la insólita palabra que se usó para describir a las chicas que «mataron» fue que las «desvivieron». ¿Suena absurdo? Sí. Pero, espontáneamente, y ante el temor de una sanción (que en X ya ni siquiera está vigente) estas cuestiones se terminaron imponiendo. Otro ejemplo de una palabra alterada, pero similar en la fonética, terminó siendo «piolar» para hacer referencia a una violación (violar). Tan hondo calaron estas palabras adaptadas, que los jóvenes streamers comenzaron a utilizarlas en sus programas y transmisiones.
¿Durará todo esto? ¿Se modificarán algunas palabras o comenzarán a tener dos «versiones» para los públicos más jóvenes? Puede que no y todo esto está por verse. Sin embargo, es importante recalcar que estas alteraciones fueron más cercanas al fenómeno espontáneo o descentralizado del idioma y del lenguaje, que el supuesto lenguaje inclusivo. ¿Quién fue el primero que escribió «batar»? Nadie lo sabe, pero hoy lo tipean (y hasta lo dicen varios).
Nada de esto es una reivindicación de los nuevos términos ni mucho menos. Se trata de una observación imparcial ante un suceso, que explicó el fracaso estrepitoso de un invento que quiso poner el carro delante del caballo.









