El escándalo de la BBC o ¿por qué es hora de terminar con los medios públicos?

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Fuente: Voz Media

Por Karina Mariani

Un modelo roto

La dimisión del director general de la BBC, Tim Davie, y la CEO de noticias, Deborah Turness, no es un simple cambio de guardia. Es la confesión tácita de que el modelo de medios públicos financiados por el contribuyente ha fracasado. El escándalo que precipitó su caída —la manipulación deliberada de un discurso de Donald Trump para hacerle parecer que incitaba a la violencia el 6 de enero de 2021— no es un error aislado. Es el síntoma de una enfermedad sistémica que afecta a todos los medios estatales del mundo occidental.

El escándalo que se conoció esta semana expuso cómo la BBC unió fragmentos de un discurso de Trump, separados por más de 50 minutos, para crear una fake que duró casi 5 años. Y sólo se conoció, no por la honestidad de los directivos o de la corporación, sino porque se filtró un informe interno del asesor de ética Michael Prescott que documentaba este y otros casos de sesgo izquierdista manipulador. Luego del escándalo, la corporación no tuvo más remedio que admitir su error, aunque Trump ya ha amenazado con demandar a la empresa por mil millones de dólares.

Pero el daño a la confianza viene de lejos y este episodio sólo suma leña al fuego. En todo el mundo, millones de ciudadanos son obligados a financiar su propia desinformación. Esa es la cuestión.

Es grave que la BBC haya manipulado información, claro. La BBC no es cualquier cadena, sino una de las más extensas y prestigiosas del mundo, galardón ganado por una permanencia de un siglo en el negocio noticioso, sostenido con dinero público. Pero, justamente, el tema es que no se trata de un éxito que dependa de la calidad sino de la imposición. Cada hogar británico con televisión debe pagar un canon de casi 200 libras anuales. No pueden elegir. No pueden optar por no pagar si consideran que la BBC no les representa o si sencillamente no quieren consumir su contenido. Es un impuesto ideológico disfrazado de servicio público.

Y la BBC no está sola en su deshonestidad, ni este es su primer gran escándalo. El regulador británico OFCOM ya había dictaminado este mismo año que la corporación había infringido en varias ocasiones sus normas de imparcialidad. Recientemente se reveló que había manipulado información a favor de Hamás más de 1.500 veces. Su servicio en árabe publicó cero artículos sobre los rehenes israelíes mientras el servicio en inglés publicaba apenas una veintena, en cambio, la información contraria a Israel, provista por funcionarios de Hamás, era profusa y cotidiana. El memo de Prescott también alertaba sobre la cobertura deficiente, falsa o sesgada de temas espinosos para la izquierda: inmigración, identidad de género, islamismo radical.

Ni un atisbo de imparcialidad, sólo activismo político pagado por quienes, irónicamente, suelen disentir de sus posiciones.

NPR: El gemelo woke al otro lado del Atlántico

Si bien la BBC está ahora en boca de todos, no hay que dejar de hablar de otros fracasos de los medios públicos. Un ejemplo es NPR, su equivalente estadounidense. En abril de 2024, Uri Berliner, editor senior con 25 años en la organización, publicó un explosivo ensayo en The Free Press denunciando la captura ideológica de NPR. Sus hallazgos eran devastadores respecto de la constitución del personal, en el cual la desproporción era de 87 demócratas registrados por cada republicano en puestos editoriales. La cobertura era notoriamente sesgada en temas clave para dirigir la opinión pública del votante, como el COVID-19, la laptop de Hunter Biden y la colusión rusa de Trump. Y, desde ya, la aversión al mérito y en cambio la preeminencia de valores DEI en la contratación y generación de contenidos.

Berliner fue suspendido y, tras la llegada de Katherine Maher como CEO —quien en charlas TED y posteos previos había sugerido que la «reverencia por la verdad» es una distracción—, renunció.

En mayo de este año, Trump firmó una orden ejecutiva indicando a la Corporation for Public Broadcasting cesar todo financiamiento a NPR y PBS, a los que consideraba monstruos radicales de izquierda. Aunque la orden está vigente, está siendo impugnada y Maher sigue a cargo del medio.

«Muchos dirán que cerrar medios públicos es atacar la libertad de prensa, pero, por el contrario, es defenderla».

La mentira de la «imparcialidad»

Los defensores de los medios públicos siempre esgrimen los mismos argumentos: la extensión de las redes de medios estatales llega a todos lados y sólo ellas pueden garantizar imparcialidad frente a los intereses comerciales de los medios privados. Dos mentiras colosales.

La imparcialidad noticiosa no existe, las noticias las cubren, editorializan y seleccionan sujetos y están atadas a sus ideas y formas de ver el mundo. Pero sí existe la honradez, que implica no mentir los hechos ni los datos, admitir y exponer los propios sesgos y ofrecer múltiples perspectivas para brindar transparencia. Los medios suelen fallar en eso y las personas son libres de premiar o castigar a los medios según les brinden o no noticias de calidad. 

Pero los medios públicos tienen otros incentivos: agradar a los Gobiernos que les pagan. No son periodistas, son empleados estatales y por ello fallan sistemáticamente en su labor como corresponsales de la realidad.

Un medio privado depende de su audiencia, un medio estatal depende de políticos que nombran a sus directivos según su conveniencia. No sirven al público, sirven a la ideología del poder. Por eso NPR minimizó el escándalo de Hunter Biden antes de las elecciones de 2020. Por eso la BBC publicó un documental manipulado sobre Trump justo antes de las elecciones de 2024. Por eso los medios públicos norteamericanos, argentinos, británicos, españoles, franceses, italianos, o de cualquier otro país son meras herramientas de propaganda política.

La obsolescencia y la decadencia

Muchos medios públicos se fundaron a comienzos del siglo pasado, cuando la novedad y el auge de la radio dieron la pauta de que se trataba de una herramienta poderosa. Los Gobiernos vieron que su mensaje se propagaba velozmente, con un alcance inédito que además lograba conectar zonas remotas con anuncios de servicios de gran valor, como las noticias meteorológicas o de salud. La BBC se fundó en 1922, por ejemplo.

Además, crear una cadena de medios requería grandes inversiones a fondo perdido, la publicidad no había desarrollado en estos medios su gran potencial y los fondos sólo podían venir del Estado. Pero pocas décadas después esto se revirtió y los medios masivos, de noticias o espectáculos, se convirtieron en una industria millonaria y diversa. Ya no era necesario el soporte estatal.

Actualmente, cualquiera puede crear contenido que alcance millones de personas. Todos los puntos de vista, todas las ideologías, todas las voces tienen esta posibilidad y por eso existen miles de medios, podcasts, canales de YouTube, newsletters independientes. El mercado ofrece de todo, a un costo bajísimo, sólo con una conexión a internet. No se necesitan subsidios.

En este contexto, obligar a los ciudadanos a financiar medios estatales es absurdo y descarado. Pero es que los medios estatales no sirven a la gente, sólo buscan influirla. Son herramientas de poder y los políticos nunca renuncian a ellas.

El argumento a favor de la libertad

¿Por qué los políticos pueden financiar su propaganda ideológica con dinero de los contribuyentes, aún cuando esa ideología sea contraria a sus valores? ¿No es esto una agresión fiscal? ¿No socava la libertad de expresión este desequilibrio que da al Estado el control de la narrativa?

Los escándalos recientes… y los antiguos, no dejan dudas sobre el sesgo y la falta de transparencia de los medios públicos. La clave es que, por más que se equivoquen, el plato siempre lo pagan los ciudadanos de a pie. Los directivos permanecen todo lo que pueden en el cargo, de hecho los de la BBC renunciaron no cuando se editó vergonzosamente el video de Trump, ni cuando salió a la luz el documental probatorio, ni cuando se presentó el informe Prescott, sino recién cuando un medio privado lo volvió viral. Si Trump gana la demanda, no serán los directivos quienes paguen la cifra millonaria sino los contribuyentes. El empleado público no paga por sus errores. El debate es si la sociedad quiere seguir pagando por estas estructuras obsoletas, turbias y llenas de activistas.

En plena era digital, dónde el modelo televisivo y radial del siglo pasado es una pieza de museo, en el que la población consume cada vez menos medios tradicionales y los menores de 30 años ni siquiera saben cómo se usa, mantener vivos los medios públicos es una incoherencia obscena y una estafa. Ojalá la caída en desgracia de su ejemplo más icónico, la BBC, sea el principio del fin de un modelo insostenible. Porque para lo que sirvió que un medio estatal fuera sorprendido manipulando información y que sus máximos responsables dimitieran, no fue para que colapse una camarilla de directivos woke, sino para desmontar la justificación misma de su existencia.

El fin del secuestro ideológico

Muchos dirán que cerrar medios públicos es atacar la libertad de prensa, pero, por el contrario, es defenderla. En un mundo de miles de canales, podcasts y periódicos, obligar a los ciudadanos a financiar medios estatales no es servicio, es servidumbre. La información debe fluir en un mercado libre donde quien miente, pierde audiencia, y quien dice la verdad, prospera. Y todo a propio riesgo, sin las credenciales de ser el vocero del Rey.

Si NPR o la BBC son tan valiosos, que sobrevivan como el resto, en la selva de los medios independientes. Si su contenido es tan imprescindible, los ciudadanos lo premiarán con aportes voluntarios. Y si no lo hacen, será porque nunca quisieron pagar por su propaganda. El escándalo de la BBC debe reabrir este debate. No para ofrecer reformas sino para terminar de una vez con ellos y reconocer que el Estado no es guardián de la verdad. De hecho, como se vio esta semana, es su mayor amenaza.

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