El Partido Comunista Chino en 2026: Por qué muchos esperan un futuro sin él

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Traducido de Vision Times

Con el inicio de la cuenta regresiva para 2026, el ambiente de Año Nuevo ya se respira. Para cientos de millones de chinos, la festividad es más que un momento de reuniones familiares. Es también un momento de reflexión: mirar atrás y plantearse preguntas difíciles sobre el futuro. Una de estas preguntas, controvertida pero inevitable, sigue surgiendo: ¿en qué clase de país se convertiría China si ya no estuviera gobernada por el Partido Comunista Chino?

Esta pregunta trasciende el debate político abstracto. Afecta la economía, la vida social y las dimensiones más básicas de la libertad personal. Lo que sigue no es un desahogo emocional, sino un intento de reflexionar —a través de la historia, las realidades presentes y los posibles futuros— sobre por qué la idea de una China post-PCCh sigue teniendo tanta repercusión en tantas personas.

El presidente de China, Xi Jinping (centro), camina entre los delegados durante la sesión inaugural del XX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín, China, el 16 de octubre de 2022. (Imagen: NOEL CELIS/AFP vía Getty Images)

Un siglo de gobierno: crecimiento junto a la traición

Desde que asumió el poder en 1949, el PCCh ha supervisado innegablemente la transformación de China, que pasó de ser un país pobre y debilitado a un peso pesado de la economía mundial. Desde la era de la reforma y la apertura, el rápido crecimiento del PIB, la expansión masiva de infraestructuras y las campañas a gran escala de reducción de la pobreza han transformado la vida cotidiana. Para 2025, China se había convertido en la segunda economía más grande del mundo, con una extensa red ferroviaria de alta velocidad y empresas tecnológicas que compiten en el escenario internacional. Estos logros se atribuyen con frecuencia a la autoridad centralizada y la gobernanza decisiva del Partido.

Sin embargo, la historia tiene otra faceta que no se puede ignorar. La búsqueda de la libertad y la democracia es un instinto humano fundamental. Desde que el PCCh estableció el control sobre China continental, el país ha retrocedido: de la era semidemocrática de la República de China a una forma moderna de gobierno totalitario. El Partido llegó al poder con promesas de «democracia y libertad», «gobierno del pueblo» y redistribución de tierras. Una vez en el poder, esas promesas fueron sistemáticamente incumplidas.

El gobierno consultivo se convirtió en un régimen de partido único. Las elecciones dieron paso a una dictadura personal. Las tierras distribuidas a los agricultores fueron posteriormente reclamadas en nombre del Estado y las colectividades, convirtiendo al PCCh en el máximo terrateniente que controlaba todos los recursos naturales. Para consolidar su poder, el Partido no solo monopolizó los recursos, sino que también socavó las libertades nominalmente consagradas en la Constitución: libertad de movimiento, expresión, asociación, publicación, agricultura, reproducción, creencias, entre otras.

La devastación de la Revolución Cultural, el derramamiento de sangre de Tiananmén y el endurecimiento de la censura de los últimos años han planteado interrogantes fundamentales sobre la sostenibilidad de este sistema. Desde el sistema de detenciones masivas en Xinjiang hasta la represión del movimiento antiextradición en Hong Kong y los confinamientos extremos durante la pandemia, el patrón ha sido constante: se invoca la estabilidad para justificar el sacrificio de los derechos individuales. Una China sin el PCCh, como mínimo, sugiere la posibilidad de un orden político centrado en el Estado de derecho y la dignidad humana, en lugar de ciclos recurrentes de represión.

El líder del Partido Comunista Chino, Xi Jinping, hace una reverencia durante la sesión de clausura de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín el 1 de marzo de 2021. (Imagen: NOEL CELIS/AFP vía Getty Images)

Las crecientes crisis amenazan el control del Partido Comunista Chino sobre China

Para 2025, China se encuentra bajo una presión creciente. El estallido de la burbuja inmobiliaria, el rápido envejecimiento de la población y las prolongadas tensiones comerciales entre Estados Unidos y China han debilitado el impulso económico del país. El lema de la «prosperidad común» puede sonar atractivo, pero en la práctica se ha traducido a menudo en una intervención drástica en el sector privado y una mayor incertidumbre para los empresarios. Muchos han optado por irse, buscando entornos donde los derechos de propiedad y la seguridad personal sean más predecibles.

Socialmente, la censura y la vigilancia se han arraigado profundamente. Bajo el gobierno de Xi Jinping, estas tendencias se han intensificado aún más. La propiedad privada ofrece poca protección real; las viviendas y terrenos legalmente poseídos pueden ser confiscados con mínimos recursos. El acceso a los tribunales, el derecho a presentar peticiones a las autoridades e incluso la libertad de viajar al extranjero se ven frecuentemente restringidos por medios informales que dejan a los ciudadanos indefensos.

Quizás el aspecto más inquietante es cómo se trata a la gente común como prescindible. Los críticos del sistema llevan mucho tiempo denunciando desapariciones generalizadas, informes de sustracción forzada de órganos y el uso de cuerpos humanos como recursos al servicio del poder y los privilegios. Ya sea en tiempos de crisis o de relativa calma, la lógica subyacente parece ser la misma: las personas existen para ser consumidas por el sistema. Muchos en los estratos más bajos de la sociedad no pueden costear la atención médica, tener una vivienda sin propiedad permanente ni criar a sus hijos sin someterlos a un rígido adoctrinamiento ideológico. Incluso la disidencia más mínima corre el riesgo de ser tachada de «subversión» o «anti-China», con consecuencias que van desde el acoso hasta el encarcelamiento o la muerte inexplicable.

Todo esto se desarrolla bajo una agresiva campaña de «patriotismo», definida no como amor a la patria, sino como lealtad al Partido y a su líder. El gasto en seguridad nacional supera al gasto militar. Se exige a los medios de comunicación, las escuelas, las empresas privadas, las firmas extranjeras y las instituciones religiosas por igual que «sigan al Partido». El objetivo no es solo el control de la tierra y los recursos, sino transformar a cada ser vivo en esa tierra en un instrumento político.

El discurso de los jóvenes sobre el «estar en el suelo» y la «involución» interminable refleja una profunda sensación de agotamiento e incertidumbre. A nivel internacional, el deterioro de las relaciones de China con los países occidentales —desde Taiwán hasta el Mar de China Meridional— ha aumentado el riesgo geopolítico. Sin el PCCh, China podría acercarse al mundo con mayor apertura y reducir el peligro de aislamiento. Sin embargo, dicha transición también conllevaría graves trastornos, como la incertidumbre política y la reorganización de intereses arraigados.

Miles de personas participan en una manifestación en Taipéi, Taiwán, el 24 de abril de 2006 para apoyar a las decenas de millones de chinos que abandonan el Partido Comunista Chino. (Imagen: Minghui.org)

Por qué la idea se niega a desaparecer

La esperanza de una China sin el PCCh no implica borrar el pasado ni negar todos los logros. Más bien, refleja el deseo de una alternativa más inclusiva y humana. Cabe imaginar una China federal que permita una auténtica autonomía regional y respete las culturas minoritarias, un sistema político multipartidista donde las visiones contrapuestas se expresen mediante elecciones, y una economía de mercado que proteja la propiedad intelectual y premie la innovación en lugar de la lealtad política.

Dicho cambio no sería fácil. Las experiencias de Europa del Este y la Primavera Árabe demuestran que el colapso de los sistemas autoritarios puede provocar caos e incluso regresión. Dada la singular historia y cultura política de China, una transición pacífica sería ideal, pero la historia ofrece pocos motivos para el optimismo. Los dictadores rara vez ceden el poder voluntariamente. El cambio puede surgir a través de fracturas internas, un amplio despertar de la conciencia cívica o una presión internacional sostenida. En cualquier caso, una transición democrática fluida sería extremadamente difícil.

Sin embargo, al acercarse el Año Nuevo, la esperanza sigue siendo ineludible. Una China libre del régimen del PCCh no solo beneficiaría a su propio pueblo, sino que también contribuiría a la paz y la estabilidad mundiales. Sea cual sea el futuro, el destino de China debe ser decidido por su pueblo, no monopolizado por un solo partido que afirma hablar en nombre de todos. Que 2026 traiga mayor libertad, dignidad y posibilidades.

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